*Este artículo se publicará en la revista de 1Planet4All.
Ecologismo y educación son dos palabras que, desgraciadamente, suelen ir juntas a demasiados lugares. En artículos, charlas, debates y ponencias, vemos continuamente como muchos especialistas en el tema hacen hincapié en la capacidad que supuestamente tiene el sistema educativo a la hora de servir de contrapeso a la emergencia climática: proponen la educación en valores y la concienciación ecologista desde la niñez como una herramienta casi milagrosa a la hora de revertir el impacto climático de los seres humanos. Como si todas las personas tuviéramos la misma responsabilidad; como si el hecho de educar para la acción tuviera más efecto que la misma acción; como si el peso de nuestras consciencias fuera realmente un elemento capaz de dar la vuelta al termómetro del clima.
No quiero que se me malinterprete. Soy docente, conozco la importancia que tiene la educación a la hora de formar personas comprometidas con sus valores y su entorno. Las acciones individuales -que nacen con la enseñanza sostenible- tienen un peso que no se puede obviar: funcionan como una cadena de transmisión que conducen la sostenibilidad de unas personas a otras, mediante un sistema de prácticas cotidianas que se retroalimenta. No obstante, desde una perspectiva más amplia, esto es como si todos los habitantes de un pueblo intentaran apagar un incendio lanzando cada uno un vaso de agua a las llamas. Es totalmente insuficiente y, sobre todo, paralizante: nos damos cuenta que nuestra acción individual -en tanto que personas instruidas y comprometidas- no consigue detener el ecocidio. Entramos en un bucle de impotencia y culpabilidad que acaba por desmotivarnos del todo. Otros, sin embargo, consiguen conformarse y sentirse cómodos con pequeñas acciones que, siendo realistas, resultan totalmente inocuas para resolver el enorme problema que tenemos delante.
Si alguien me preguntara cuales son, actualmente, las herramientas imprescindibles para combatir la emergencia climática, seguro que se sorprendería al comprobar que la educación no se encuentra entre mis primeras opciones. Debemos resolver muchas cuestiones antes de plantearnos un cambio en el modelo educativo como una posible salida a la crisis climática. Necesitamos, antes de todo, de iniciativa política para reforzar la maquinaria legal y jurídica necesaria para contrarrestar el enorme impacto ecológico que están teniendo las grandes empresas multinacionales en nuestra sociedad. Una batería de leyes, aranceles, prohibiciones, nacionalizaciones, cambios en el modelo laboral y productivo e impuestos que graven toda práctica que ponga en riesgo nuestro frágil ecosistema. Lo público debe entrar de lleno en las entrañas del mercado para detener su voracidad implacable. Nos detendremos aquí; la extensión y orientación de este breve artículo no nos permite extendernos en este aspecto.
Si hacemos todo esto, si regulamos la economía y detenemos paulatinamente la máquina de vapor capitalista que ha convertido nuestra cotidianidad en un ecocidio, introducir la preocupación climática en los centros educativos servirá para que los jóvenes interioricen verdaderamente cuál es el significado de la sostenibilidad. Hacerlo a la inversa, es decir, apostar únicamente por la educación mientras se desatienden las políticas públicas y la legislación en medio ambiente provocaría una disociación epistémica en los alumnos: en lugar de aprehender la lucha climática dentro del marco de la política -y, por lo tanto, de la transformación colectiva de nuestro modelo económico y social-, la aprehenderían como un manojo de acciones individuales ligadas a la culpa climática.
Una educación que tenga a la sociedad como espejo, que analice este problema des del marco de la política y cuestione el statu quo, que se aleje de las premisas individualistas; únicamente este modelo de enseñanza podrá ofrecerles, en definitiva, una visión de conjunto -y no individual- de la situación a la que nos enfrentamos: como un problema que arraiga en los más profundo de nuestro modelo económico y que tiene responsables de carne y hueso, visibles, contra los cuales se debe ejercer una enorme presión política. El objetivo final de esta propuesta educativa debe ser el de trasladar la responsabilidad desde nosotros mismo hacia los que verdaderamente tienen la culpa de esta situación. Necesitamos que el sistema educativo genere consciencia militante, no culpables climáticos.
Un empuje político integral en esta dirección transformaría substancialmente el sentido común de nuestra época, rearticulando nuestra relación con el entorno y con nosotros mismos. Este viraje intelectual debe nacer de las instituciones y los movimientos sociales para encontrar su sutura en la educación. En este sentido, la educación debe ser donde se consoliden los avances climáticos que se han obtenido gracias al empuje de la política, para alejar a las nuevas generaciones de las tentativas regresivas al modelo de producción y consumo que queremos y debemos superar. Entonces, ¿Cómo podemos plantear la educación climática para que sirva de colofón en la lucha contra la crisis climática?
En primer lugar, a modo de reflexión filosófica, necesitamos que la educación climática sea conservadora en un sentido muy concreto de la palabra: sabemos qué es lo que necesitamos y lo que tenemos que hacer para frenar este problema. Los expertos lo tienen bastante claro. De hecho, algunas de estas cosas ya se están haciendo. La sostenibilidad no es un ejercicio de continua creatividad e imaginación del futuro; más bien, de lo que se trata es de conservar aquello sobre lo que se sustentan nuestras vidas en el presente: los lazos comunitarios y los recursos naturales que configuran nuestro entorno. Aunque la originalidad es imprescindible, debemos subordinar toda tentativa de innovación a esta premisa que acabamos de nombrar. No debemos inventar nada nuevo si lo que tenemos funciona. La educación no debe crear ciudadanos que se sigan por las lógicas de la innovación y el reinventarse continuamente: esto solo crea individuos fragmentados incapaces de comprometerse con lo cercano.
En segundo lugar y de manera más concreta, la educación climática en la Educación Secundaria Obligatoria debe ser transversal a diversos ámbitos. No corresponde impartirla únicamente a los profesores de economía; la historia o la filosofía también tienen mucho que decir, incluso la biología. Es tan importante la investigación en energías verdes que vehiculen la transición energética hacia un modelo sostenible como, por otro lado, el estudio histórico que ligue la génesis del uso de combustibles fósiles con el desarrollo del sistema capitalista a partir del siglo XIX, así como el efecto producido por la quema de estos combustibles en la biodiversidad del planeta. Por lo tanto, impulsar en el temario de diversas asignaturas un apartado dedicado a esta cuestión sería una opción interesante. También lo sería la creación de una asignatura troncal, que podría llamarse Crisis climática y sostenibilidad -o algo así- que trate la cuestión desde diversos ámbitos de estudio en una misma unidad didáctica.
En definitiva, se trata de entender que la educación debe formar parte de un proyecto más amplio de lucha contra la crisis climática, en la que las fuerzas de lo público pongan freno al desastre ecológico al que nos ha llevado la economía de mercado capitalista. Este es el papel que debe tener la sociedad para que los centros atiendan adecuadamente la preocupación climática: elaborar un modelo social que ejemplifique y demuestre que la lucha contra la crisis climática necesita de una iniciativa política sin precedentes; dar a entender que los jóvenes del mañana deberán dejar de lado las recetas individualistas para luchar colectiva y políticamente contra el mayor reto al que nos hemos enfrentado jamás.
Este artículo se publicará en la revista de 1Planet4All.
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